Sunday, July 15, 2007

 
ANDA, Y HAZ TÚ LO MISMO Lc 10: 25 -37. D.XV del T.O

Hoy se nos narra el encuentro de Jesús con un hombre bueno, profesional de la religión y de las buenas costumbres, un doctor de la ley, llama el evangelio. Este hombre bueno cayó en las contradicciones de los seres humanos, no fue sincero ante Jesús, y su pregunta que es real y verdadera, nació de un corazón enredado en las cosas accidentales y quiere que su oponente falsee la verdad. Jesús no cayó en la trampa. La pregunta que hizo el doctor de la ley, es una de las preguntas esenciales de cualquier ser humano que vea la vida con sentido, que desee trascender más allá de la finitud: ¿qué tengo que hacer para obtener la vida eterna? Es la pregunta por el sentido total de la vida. Lo que hasta el día de hoy había vivido no lo llenaba, no le dada esa felicidad, esa justicia y esa dicha de sentirse plenamente lleno, plenamente realizado. Jesús le dará la pauta esencial, ya que la pregunta no es teórica, es netamente practica, buscar a Dios es practicar la verdad, seguirlo es una acción y no una teoría.
¿Qué debo hacer para obtener la vida eterna? Esa es la pregunta del millón. Jesús en vez de repudiarlo por su falta de sinceridad, lo lleva mediante lo que hoy se conoce como el diálogo socrático, hacia lo más profundo de su interior, a buscar una respuesta en lo que ha vivido, en lo que había recibido, en su interior. El doctor de la ley contesta con correcta sabiduría. La religión tradicional nos ha trasmitido lo mejor de su doctrina: amar a Dios es la finalidad de una relación personal, esa es la opción fundamental que nos recuerda el Deuteronomio (6: 4-5; 30: 10-14) y nos recalca, con todo el corazón, con toda el alma. Pero la misma tradición, recuerda que la verdadera religión se practica no se teoriza, por ello, el mismo doctor de la ley, recuerda, la condicional esencial sin la cual no se cumple esa alabanza al Señor: “y al prójimo como a ti mismo,” ya nos lo decía el libro del Levítico ( 19:18). Esto lo sabía perfectamente el doctor de la ley. Tenía muy clara la teoría de lo que es una buena doctrina religiosa. Pero su práctica religiosa era oscura, no sabía la respuesta a la pregunta esencial que él mismo había formulado. Su relación con Dios se divorciaba de su relación con el prójimo, pues no sabía quién era su prójimo. No sabía lo obvio. El que pretendió confundir a Jesús, terminó confundido ante la claridad de la argumentación del verdadero maestro que nos lleva a lo más profundo de nosotros mismos para darnos cuenta que: Dios está más íntimo que lo íntimo mío. Pero ese Dios interior solo es verificado en la relación con la realidad, en la praxis de las convicciones interiores que cohesionan nuestras vidas.
Surge así la parábola del buen samaritano, que no es un cuento con una bonita enseñanza. Es la interpelación a la falsa religión, a la de los sacerdotes y levitas (ayudantes en el culto oficial) que piensan que a Dios solo hay que alabarlo y no reconocerlo en el ser humano. Y no solo en el más cercano, en el de mi tierra, raza o religión, sino en aquel que no es de los míos, en el enemigo, en el caído, en el necesitado. El samaritano nos abre las puertas a la verdadera religión, uno que no cree lo que nosotros creemos, practica lo que nosotros profesamos. El herido nos revela el Dios verdadero que vive en nuestro interior. Dios es amor y nuestra religión es la praxis del amor.
Cuentan que un sacerdote ordenó a su diácono que reuniera a diez hombres para rezar por la curación de un enfermo. Cuando todos estuvieron reunidos, alguien susurró al oído del sacerdote: Hay algunos conocidos ladrones entre los hombres. ¡Tanto mejor!, dijo el sacerdote. Si las puertas de la Misericordia están cerradas, ellos serán los expertos que las abran. ¡Ve y haz tú lo mismo!

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